Después de la elección del Papa Francisco, se puede deducir
que Ratzinger estaba influyendo en la
curia al denunciar las luchas intestinas ya demasiado evidentes en el Vaticano.
Su influencia revelando los recelos y los distintos intereses pugnando desde centros
de poder confrontados, ha sido decisiva para la elección de un pontífice que
ejercerá un arbitraje necesario en lo que pretenderá ser una profunda remodelación de la Iglesia.
Estando en liza la credibilidad de una Iglesia seriamente
cuestionada por los numerosos escándalos que afloran más allá del designio de
lo espiritual, la elección de Jorge Mario Bergoglio, el único jesuita nombrado
Papa, es una declaración de intenciones que pretende paliar los daños
provocados a la imagen del Vaticano. Es significativo que sea un hombre que no pertenece a esos centros de
poder, figurando por sí mismo con la impronta jesuita reconocible por su celo
crítico y disciplinar tan necesarios hoy en día.
Parece que ha prevalecido un consenso que busca salvaguardar
los preceptos de una religión que representa a mil millones de fieles, que el
abierto pulso agotador que terminó con las resistencias de Benedicto XVI en el
hartazgo de esa visceralidad encubierta, completamente enraizada por ambiciones
económicas y de influencia harto embarazosas con la fe en crisis y los
sacerdotes en entredicho.
Un nombramiento sorpresa que pretende una transición, un
remanso de paz después de los conflictos internos; una imagen de un Santo Padre
acorde a lo que se espera de una devoción católica ante seguidores leales a
quienes el ejemplo espiritual les obliga a restablecer sus creencias en la Iglesia
humana como reflejo de la voluntad divina.
Un jesuita como árbitro de contiendas es un lenitivo para el
perjuicio causado por las ambiciones desatadas en Roma. Una elección que
significa un brazo a torcer por parte de quienes lidiaban intereses, al menos
por conseguir el papado. Quizá Ratzinger previó la encarnizada lucha de poder y dando
la voz de alarma pública mitigó los protagonismos al descubierto que hubieran
sido demasiado reveladores de las rencillas existentes en el Estado de la Ciudad del Vaticano.
Pese al nuevo nombramiento, es de sospechar que las espadas
siguen en alto. En el cónclave no se vota por simpatías y son consideradas las
estrategias para tomar rumbos marcados por el carácter de un nuevo Papa,
siempre afín en antecedentes a la obra apostólica que después desempeña en el
mundo. A Bergoglio le han elegido los mismos que conspiraban cuando
estaba todavía Benedicto XVI. Cambia el Papa, pero no la situación denunciada
por Ratzinger.
Los Jesuitas estaban en horas bajas siendo una orden con poca
influencia en lo que se había considerado un inevitable declive. Cabría
preguntarse por qué se ha elegido Papa
por primera vez en la Historia a un
jesuita, cuando los grandes centros de poder vaticano están a la gresca más
públicamente que nunca.
El Papa Francisco es la elección de una paz aparente y un
apostolado dirigido al 40% de católicos de la América latina. Mientras el nuevo
pontífice se organiza, seguramente los
conflictos sigan existiendo por no perder terreno con lo ganado. El nuevo Papa
se supone que habrá de poner orden pero es previsible que encuentre más fidelidad
en el mundo que dentro de los muros de la Basílica de San Pedro. El Vaticano,
pese a las apariencias de orden convenido, está desbocado.
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